A Carlos Ferreyra no puedo disociarlo de la imagen de Tomás.
O viceversa.
Será porque si bien lo conocí en 1999, cuando trabajaba como pasante en la Voz del Interior —y él ya estaba en el área de Tesorería de ese mismo diario—, su rostro se me grabó recién dos años más tarde, cuando Tomás dictó su primer curso de fotografía periodística en el Cispren.
“Tengo un alumno que se sienta al final del aula y me observa”, fue el comentario que me hizo Tomás, tras pasar por los nervios propios que le provocó su primera clase como docente de fotografía en Argentina.
Y no sólo lo observaba. Al avanzar el curso, Carlitos elegía quedarse después de hora para conversar a solas con Tomás y más de una vez, salir a caminar juntos por el centro de la ciudad, bajo una complicidad envidiable, que sólo se produce con ciertos amores a primera vista.
Tiempo después, en su afán por describir de manera certera la estructura que sostiene el espíritu de cada persona, Tomás lo definía: “Carlitos tiene esa inteligencia y sensibilidad de saber descubrir talentos”. Y no se equivocaba, ya que Carlitos posee ese don.
A lo largo de casi una década, ambos supieron alimentar una amistad inquebrantable. Compartieron sueños, confidencias y hasta se dieron el gusto de concretar proyectos de una luminosa belleza. Tomás, desde un idealismo incomprensible para la época; y Carlitos, desde un pragmatismo llevado adelante con inteligencia, argucia y buen gusto.
Disfrutaron de viajes, asados y borracheras, sin privarse jamás de desgranar charlas interminables. La literatura, el periodismo y la fotografía fueron sus tópicos más concurrentes. Después de la política, claro, y el análisis inagotable de las mil y una facetas que abarca, sin definir, el peronismo. Cuando abordaban la realidad cubana, Carlitos sólo se limitaba a intervenir con alguna modesta observación. O simplemente aportaba una frase corta, algún un chiste sutil, que ponía al descubierto ese costado ingenuo con el que Tomás llevaba adelante su cubanía.
Unos de mis grandes placeres era ver crecer esa amistad.
Yo trataba de actuar como una fiel simuladora, o como una socia encubierta, velando para que ese romántico equilibrio que fluía entre ambos, se mantuviera siempre de manera intacto.
Se me vienen cientos de imágenes y todas a color.
Tras las huellas de historias anónimas, poetas urbanos o escritores sin prensa viajaron juntos, por carretera, hasta destinos tan disímiles como Rosario, Resistencia, Villa María, Alvear, Canals y otros pueblos desconocidos como Lacocha, plagados de murciélagos o almas suicidas. En el medio de esos periplos, nos regalamos domingos en familia, cumpleaños, reuniones de trabajo, sumergidos siempre dentro de un optimismo escandaloso.
Una postal muy cotidiana era cuando, al regresar por las tardes, de mi trabajo a casa, Tomás me esperaba con un café humeante, antes de partir a dictar sus clases en la Universidad. Muchos de esos intervalos, los llenábamos hablando de lo que le había comentado o escrito ese día a Carlos Ferreyra.
Carlitos, su hermano Iván y Tomás formaron parte de la trama esencial de la Revista y los orígenes del sello Recovecos. Una estructura de culto que le permitió más tarde, al propio Carlitos, convertirse en el editor del último libro de Tomás, El Ojo del mundo.
“Si algún día regresamos a Cuba —solía decirme Tomás—, de Argentina voy a extrañar a Carlitos Ferreyra. Bueno, también los asados y los lomitos, no lo voy a negar”, agregaba con su sonrisa y mirada socarrona. “Carlitos es mi hermano, chica” era otra de sus tantas afirmaciones.
Quizás por eso, a partir del 27 de mayo del 2010, hasta el día de hoy, me resulte tan complejo visitar, escribir o compartir fragmentos de mi vida con Carlos Ferreyra.
Porque a Carlitos no podré nunca disociarlo de la imagen de Tomás.
O viceversa.