Cuentan que en la cultura guaraní esta tierra y esta vida no eran perfectas. Creían en la existencia de un lugar donde todo estaba en armonía al que llamaban la Tierra sin Mal.
La vida del hombre era entonces un andar hacia aquel sitio, al que se podía llegar luego de la muerte física, y en algunos casos excepcionales corporalmente, sin tener que llegar a morir. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba hacia el este, en un punto lejano e impreciso, más allá del Gran Mar.
Iguazú en voz guaraní significa agua grande porque atesora las Cataratas. Calificadas sin exagerar como una de las siete maravillas naturales del mundo, están inmersas un clima subtropical y son alimentadas por el río que lleva el mismo nombre y que oficia a su vez de límite geográfico con el pueblo de Brasil. Por esta misma razón, el lugar con más de 275 saltos de agua de hasta 70 metros de altura, selva frondosa y tierra colorada se ha convertido en un centro de atracción turístico, acostumbrado a convivir con un un tráfico rotativo de viajeros curiosos, que provienen de distintas latitudes y rincones del planeta.
Desde Córdoba hasta llegar a Iguazú, por carretera, se deben transitar unos 1450 kilómetros hacia el noreste del país. Hay que cruzar Santa Fé, Entre Ríos, Corrientes y atravesar casi toda la provincia de Misiones.
Después de un día y medio de viaje, allí estábamos con Lucía, Mateo y Natalia Roca. Ubicados en el barrio las Orquídeas, con 17 grados de calor en pleno julio y una humedad persistente después de dos semanas de llovizna intensa. Apenas escampó y el sol pudo devolverle el color ocre y verde a la tarde, salimos a caminar por el barrio. A tan sólo tres cuadras del hospedaje donde estábamos alojados, nos topamos con un potrero ferroso donde un pequeño grupo de niños hacía de un picadito de fútbol, una verdadera fiesta de barro.
Natalia fue la primera en percibir la belleza de esta historia. Mimetizada con su cámara de foto no dudó en mezclarse entre los pequeños para registrar y sentir esa energía natural que emana y aún se predica dentro de la cultura guaraní: «la tierra es nuestra madre, nuestra vida y nuestra libertad». Al ritmo sanguíneo que propone la velocidad de correr tras una pelota, la mayoría de los niños jugaba descalzo y sin remera. El goce de gambetear el balón y deslizarse, una y otra vez, dentro de los charcos enlodados le imprimía al juego popular una alegría salvaje y contagiosa. El contacto con la piel, la risa, los gestos y la complicidad fraterna en cada rostro nos regalaban un espectáculo genuino, pocas veces visto en la fauna de ciudad.
En tierras de agua grande, los niños de ñai`û –barro negro en guaraní–, nos dieron la sensación de haber conocido por fin los retoños de la Tierra sin Mal. Aquella ubicada hacia el este, en un punto lejano e impreciso, más allá del Gran Mar.