Mi comando de comunicación se había fijado en Biblioteca de la escuela Manuel Belgrano. El lugar era estratégico, por estar ubicado en el corazón del barrio Alberdi. Mi editor de Noticias Del Sur era Pablo G., quien coordinaba a una docena de periodistas universitarios, que trabajábamos en línea, desde la Zona Central.

–Tenés que hacer el reportaje, me dijo. La idea sería analizar el difícil acceso a los nuevos trajes térmicos con respirador incluido, que están siendo importados desde El Continente Norte para la Gran Ciudad, y por otro, vos tendrías que reportar la vida de Lxs Residuales. 
–Está bien, le dije. Yo me ocupo, pero no será tan fácil hallarlxs. Viven desconectadxs de toda tecnología digital.

–Vos tenés a tu amiga, –me dijo en clara referencia a Natalia R.– y estoy seguro que sabés cómo localizarla. Tenés dos días para hacer la nota. Yo sigo aquí, con este revuelo de los trajes térmicos que son mucho más caros y sofisticados que estas mascarillas respiratorias que reparte gratis el gobierno nacional.

Lxs Residuales de la Zona Central se encontraban en el área conocida antiguamente como Los Gigantes. Ciertamente Natalia era mi único nexo dentro de esta comunidad primitiva, dispuestxs a desafiarlo todo.

Vivían ahí en fraternidades de amigxs, integradxs por grupos de hasta 8 personas. Cada grupo tenía un rol asignado: estaba el grupo de alimentadores, ocupados en la tarea de suministrar y preparar comidas; el de protección y techo, responsables de acondicionar lugares de viviendas; el grupo de entrenadores, conocedores de la salud y encargados de trasmitir enseñanzas de la naturaleza y destrezas físicas. Y también lxs analógicxs; quienes conservaban costumbres sabias como la lectura, la música, el arte, la cartografía y la astrología cósmica. Además, cada residual debía asumir la experiencia de ser parte del grupo de guardianes del bien común: un lugar de rotación, con la compleja tarea de cuidarse entre sí, frente al control cada vez más severo que imponía la Gran Ciudad, ante al contagio exponencial que día a día crecía con el virusdelmiedo.

Frente a la propuesta hegemónica de la asepsia y aislamiento social, cómo única fórmula de sobrevivir a la pandemia del miedo, Lxs Residuales se habían convertido en la contra-propuesta, autoproclamada como La Resistencia. Una forma de vida que exigía el convencimiento absoluto de que había que comenzar todo, de nuevo.

Enemigxs del enajenamiento brutal, que había comenzado a fines del siglo XX con la llegada de internet, la globalización y la dominación cultural por medio de redes sociales y pantallas de celular, Los Residuales  –o también conocidos como Románticxs de un viejo mundo– creaban estas comunidades, ubicadas en zonas  alejadas de los centros urbanos, despojándose de todo tipo de chip. Así, en poco menos de un mes de entrenamiento y convivencia natural, sus cuerpos recuperaban defensas, se volvían vitales y fibrosos.

Pero lo más asombroso era verlos moverse con una libertad salvaje, trasmitiendo seguridad en el brillo nítido de sus miradas. Una cualidad que sólo demandaba confianza en el otrx y una disciplina feroz, ante la cercana posibilidad de que Lxs Gendarmes de la Gran Ciudad, decretaran un día, su posible exterminio. En todo el planeta, las comunidades de Residuales aún eran ínfimas y con personas sanas. Pero la idea se diseminaba con fuerza o como antídoto de humanidad, entre las generaciones de entre 20 y 40 años.

La comunidad residual de Los Gigantes, era incluso todavía muy nueva. Me llamó la atención que frente a la pandemia global y en áreas de peligro, apenas cubrían sus rostros con pañuelos individuales, que lavaban de manera diaria, en las aguas cristalinas que bajaban desde las Altas Cumbres.

Natalia pertenecía al grupo de analógicxs y se había convertido en una experta en mapas terrestres. Había migrado sola al mundo residual. Convencida de que nada bueno podría surgir si el miedo se inoculaba, también, a través del control social y la desconfianza feroz entre unxs y otrxs.

–Amiga ¿Te vas a quedar con nosotrxs? , indagó a cara descubierta con la generosidad de brindarme sólo una oportunidad. Ella sabía que más de la mitad de mi cuerpo ya estaba contaminado por la paranoia acelerada de la La Gran Ciudad. Llevaría tiempo limpiar mis células de tantos vicios, inoculados por la tecnología de un mundo frío y artificial.

Y si volvía, nada de todo lo vivido allí, podría publicar.

Abracé a mi amiga sin ninguna protección y con todas mis fuerzas. Y así, bajó el sol cálido iluminando en mis párpados, desperté con el pulso acelerado, sumida en una vida de total aislamiento, dos meses atrás.

Foto: Natalia Roca.

 

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