Vas a parir como una leona”, dijo Tomás mientras caminábamos hacia el segundo control de mi embarazo, con apenas tres meses de gestación.  Al escucharlo, lo miré de reojo, atravesada por un sentimiento ambiguo, entre agradecida y desconfiada.
–¿Acaso no me creés? Insistió con esa sonrisa luminosa, convencido del elogio que me estaba expresando.
–¿Cómo es eso de parir como una leona? Voy a parir como pueda, Tomás. Respondí un tanto insegura y con un desconocimiento absoluto acerca de la potencia de la fisiología femenina a la hora de desencadenar un parto.
– No te olvides que soy el menor de siete hijos y que mi madre pasó por 14 partos. Antes era así. ¿O acaso cómo tú crees que la humanidad ha llegado hasta aquí? En el campo, donde mi madre nos tuvo, las mujeres eran asistidas por parteras o comadronas y en muchas ocasiones se asistían prácticamente solas.
–Bueno, pero ahora están los hospitales, le dije algo arrebatada, intentando argumentar sobre la eliminación de riesgos o, de manera ingenua, frente a mis propios temores por la presencia del dolor.
– Es cierto, asintió. En Cuba, los hospitales garantizan la asepsia. Como fotógrafo pude cubrir algunos partos en maternidades de La Habana y te puedo asegurar que la mayoría de las mujeres tienen sus hijos con la fortaleza y ferocidad de unas leonas. Por eso imagino que tú vas a parir así.

(…)

Lo cierto es que, deseada como fuiste, vos ya estabas ahí. Dentro de mi vientre escuchando o sintiendo esas interminables charlas que manteníamos siempre con tu papá.

Decidiste nacer un miércoles 13 de febrero, bajo un cielo despejado y caluroso, repleto de sol.
Rompiste bolsa a las 8 de la mañana. Y lo curioso es que hasta ese momento no sentí dolor. Tuve tiempo incluso de enviar por mail un suplemento al diario donde trabajaba, de bañarme y recién a las 11.30 salimos hacia la sala de control de la Maternidad de la Universidad Nacional de Córdoba.

– Tenés 6 de dilatación, me dijo Sofía, la obstetra  que me siguió durante todo el embarazo, al filo de las 12 del mediodía. Así que te quedás internada, porque Luci va nacer hoy. ¿Vas a querer la peridural?, preguntó casi sin hacer una pausa.
– No tengo idea que es eso, le respondí.
– Se trata de una anestesia local que se inyecta través de un catéter muy delgado en la zona lumbar de tu columna. En teoría –continuó–, la ventaja es que disminuye el dolor. Pero también existen riesgos como la baja de la presión arterial, puede causarte dolor de cabeza y, sobre todo, te vas a perder de la experiencia única de sentir el cuerpo de tu hija atravesando el canal de parto.
– ¿Y eso tiene algún costo? Indagué, sin reparar en los detalles de esa respuesta profunda.
– Sí. Tiene un costo que ronda los 150 dólares.
– Creo Sofi que no voy a querer nada, le dije entre risas, consciente de mis magras posibilidades económicas y de no contar, por ese entonces, con ninguna obra social.

– No te preocupes, vas tener un buen parto Irina, respondió con una sonrisa serena que logró infundirme tranquilidad y confianza.

Tu buena estrella, Luci, quiso que aquel luminoso 13 de febrero, yo fuese la única parturienta en toda la Maternidad. Con Tomás, meses atrás ya habíamos dirigido una carta a la dirección del Hospital, solicitando que él pudiera estar presente en todo el momento del parto.
Durante las horas previas, fue mi mamá la que me acompañó a lo largo de las casi cuatro horas de contracciones, que por supuesto se volvieron mucho más intensas después del mediodía, cuando la obstetra decidió suministrarme oxcitocina artificial, por vía intravenosa.

– Venís muy bien Irina, dijo al revisarme.  Ahora son las 13 hs así que preparate porque Lucía va a nacer a las cuatro de la tarde, arriesgó sin titubear, mientras me dejaba conectada a un goteo que bajaba desde un sachet de plástico transparente con un tubo y una aguja introducida en la mitad de mi brazo derecho.

De allí en adelante, los dolores de las contracciones comenzaron a incrementarse de manera vertiginosa y más agresiva. Mi madre me acompañaba a caminar, acariciándome la zona lumbar cercana al sacro y con voz pausada me aseguraba que todo iba a estar bien.
Cerca de las 15.30 hs, la obstetra me indicó que en pocos minutos me trasladarían a la sala de parto.
Tomás ya estaba listo. Lo recuerdo enfundado en una bata color celeste hospital y un barbijo del mismo tono, que colgaba desde su cuello con un elástico blanco.
–Todo va estar bien amor, lo vamos hacer juntos, me susurró.

Ingresé en silla de ruedas despojada de mi ropa, cubierta únicamente con una bata, del mismo color celeste que el barbijo de Tomás.  La sala era amplia y de luces frías, donde lo más aterrador era sin duda el propio sillón de parto.
–Voy a tener que sujetarte las piernas, dijo Sofia con algo de sentimiento de culpa, mientras ingresaba escoltada con dos enfermeras y otro obstetra, que la secundaba.
–No creo que sea necesario atarme, le dije mientras mi respiración se entrecortaba del dolor y ella proseguía, sin alterar en nada un protocolo rutinario.
–Tranquila, es casi una formalidad, dijo con tono suave. Ahora es necesario que sólo te concentres en el trabajo de parto.
Recuerdo la intensidad de los dolores que me provocaban las contracciones. Mi corazón palpitaba a un ritmo tan brusco, donde todo  mi cuerpo se sentía alterado, al borde de la impotencia o la desesperación.
Vos ya estabas ahí. Ubicada cabeza abajo, pujando para poder asomarte a este nuevo mundo. Tomás me sostenía desde la espalada, mientas me guiaba con la respiración. Era increíble, pero su sola presencia me llenaba de protección y confianza.

– Vamos a pujar Irina, porque Lucía ya está ahí, me dijo Sofía mientras me revisaba con otro tacto. Tenés que respirar y hacer la fuerza de manera correcta.
A esa altura, mis gritos de dolor eran importantes. Intenté respirar lo mejor que pude y realicé un primer pujo, mientras Tomás me sujetaba desde la espalda.
– Vamos Irina, otra vez. Me dijo Sofía intentando guiarme algo mejor. Pensá que tu hija está por nacer y ahora necesita toda la ayuda de vos.

No sé si fue el tono solemne que le imprimió a esa frase. Pero de alguna manera pude concentrarme mejor.  Me olvidé por un segundo del dolor propio y pensé únicamente en el tuyo. Sentí entonces el movimiento lento que hacia tu cabeza dentro de mi vagina, quizás con una incomodidad mucho más grande que la mía.

El segundo pujo fue de una intensidad más directa, y al terminar escuché la indicación imperativa de Sofía.
– Tomás tenés que venir ahora. Tu hija ya está naciendo y la vas a recibir vos.
Irina otro pujo más! Me indicó.

Naciste en ese tercer pujo a las cuatro de la tarde, donde me permití gritar sin vergüenza y pude ver el rostro emocionado de tu papá al recibirte y cortar el cordón umbilical.
Cuando salió la placenta, el dolor desapareció por completo y un cansancio rotundo me cerró los ojos de golpe, recuperando fuerzas en pocos segundos. Tomás, lleno de lágrimas por la emoción, se me acercó despacio sosteniéndote en sus brazos.

Ahí estabas por fin. Tan dulce y pequeñita.

Te arropé en mis brazos, mientras tu olor y tus ojos negros penetraban los míos. Y sintiendo ese calor tibio y sanguineo de tu cuerpo, los latidos de mi corazón recuperaban, poco a poco, su pulso.

Tomás estaba tan fragilizado como un niño, después de haber experimentado ese extraordinario acontecimiento que significó ver nacer a su segunda hija. Yo no dejaba de mirarte, de repetir tu nombre, acurrucada entre mis brazos bajo el calor de mi pecho.

No creo haber parido como una leona. Pero si estuve atravesada por esa fuerza primitiva y feroz que sólo nos infunde el amor cuando se abre a la vida.

13 – 02 – 2020

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