Después de subir hasta el segundo piso, por una estrecha escalera, el ritual casi siempre es el mismo. Me recibe con la puerta semiabierta, instala una sonrisa en su rostro y abre sus ojos color miel estirando al máximo el abanico de sus pestañas.
Me subyuga la integridad de su belleza. No puedo evitarlo. A veces pienso que, si fuese hombre y midiera 1.89, quizás me resultaría difícil no intentar seducirla. Pero soy mujer y me encantan los hombres. Sonrío de sólo pensarlo.
Ella me abraza y me hace pasar. Es delgada, fina y esbelta.
— ¿Cómo te fue en Brasil?, le pregunto.
— Imaginate, me dice. Fue bastante triste. El día después de la derrota todo el país quedó en silencio. Sin música. ¿Te imaginas un pueblo como el brasilero en silencio y sin música?
La miro nuevamente y después de unos segundos asimilo la dimensión del comentario.
—Supongo que habrá sido tremendo, le respondo.
Camina sutil hacia el interior del salón y se dispone a poner música con ritmos suaves. El lugar es amplio, con ventanales grandes y se duplica gracias a una pared vestida de espejos. Ubicamos dos colchonetas en el piso y nos sentamos con ropa muy cómoda, una frente a la otra. Su cara es angulosa pero delicada. Y tiene la virtud de lograr expresarse más con el cuerpo que con las palabras.
Comenzamos a conversar de manera profunda. Advertimos que las relaciones de pareja es un tema que nos atraviesa.
— No quiero un hombre en mi casa. Quiero un hombre en mi vida, me dice como un concepto grande. Me quedo pensando en la síntesis de la frase y me parece perfecta para el título de un libro. Hablamos del matrimonio como una institución en crisis, de las relaciones basadas sólo en un rol utilitario y de cómo la convivencia es capaz de corroer el amor. También de la complejidad de la crianza de los hijos.
— El amor es un milagro, me dice segura. Cuando sucede es orgánico, poderoso. Pero cuando se termina uno tiene que ser valiente y plantear la libertad para que cada uno vuelva a elegir.
— No se puede forzar, agrego.
— Claro. Tampoco sirve.
— Es interesante pensar cómo juega también el deseo, añado. Digo porque casi siempre tiene que ver con aquello que no se tiene.
— Entonces ahí aparece la conquista, la seducción, lo incierto, que siempre es fascinante.
El diálogo se extiende y ambas coincidimos que el amor es quizás un encuentro divino donde se mezcla la química, una sensibilidad afín y el deseo genuino de querer compartir la vida a la par de otro. Pero cuando esa maravilla un día se desvanece, es importante reconocer y aceptar ese otro sentimiento que, por oposición, también es contundente.
(…)
Nos volvemos a mirar, pero esta vez sin emitir palabras.
El silencio corona la conversación tal vez como única posibilidad de concluir sin ser absolutas. Ella se mantiene sentada y erguida. Luego cierra sus ojos por unos instantes, frota sus manos generando calor y mueve ligeramente su cabeza. Allí interviene su pelo, ondulado y blondo, iluminando el ambiente con la misma tenacidad que los rayos del sol.