Tenía doce años y desde hacía cuatro venía entrenando dentro de la plasticidad y disciplina que exige la gimnasia deportiva. Mi padre era quien se ocupaba de llevarme a los gimnasios, observarme de manera paciente y traerme de regreso a casa. Él nunca había sido muy bueno para los deportes, pero me insistía sobre las ventajas de adiestrar tanto el cuerpo como la mente para abrirme paso hacia adelante.
Por aquellos años, además de gimnasia deportiva, una vez por semana también hacía natación en mi secundaria y otras dos veces más, me daba el gusto de incursionar en otros deportes como el vóley o el hándbol.
No disfrutaba mucho de las competencias, sin embargo me gustaba imponerme determinados retos, explorando hasta dónde era capaz de llegar con la elasticidad de mi propio cuerpo.
Durante esa época, los fines de semana también solíamos pasear en familia por distintos rincones de la sierras. Un domingo de verano, recuerdo que decidimos llegarnos hasta el Dique la Quebrada. Aquella jornada soleada, el lago de las sierras chicas se me presentó como un plato de agua azul serena. Una postal apacible que con mi hermano, junto a mi padre, desde el mediodía comenzamos a disfrutar al máximo.
Papá, quiero cruzar el lago nadando, le dije sin titubear.dique la quebrada
Está bien hija, pero deberías calcular primero la distancia más corta me aconsejó con su inteligencia de matemática implacable.
“Si”, le respondí. “Fijate que estamos en el costado más angosto y creo que llego al otro lado sin problemas”.
Si estás segura, adelante. Y con un sentido de prudencia, añadió: Como yo no sé nadar muy bien, te miro desde aquí hasta que llegues al otro lado.
Observé por unos segundos los bordes de aquella masa líquida. Fijé la vista en una piedra de puntas redondas que se asomaba a pocos metros de la otra orilla, y sin mayores cálculos me lancé a nadar en aquel espejo natural, de agua dulce y tibia.
Nadé, nadé, nadé y nadé.
Pero mucho antes de lo previsto comencé a notar que mi corazón se aceleraba demasiado y el cansancio se apoderaba de mis brazos y mis piernas. Me detuve de golpe y al intentar en vano hacer pie, tragué agua y me desesperé…
De manera intuitiva logré un poco de estabilidad en la superficie y observé la distancia que aún me quedaba para llegar al otro lado.
Estaba exactamente a la mitad.
Giré mi cabeza hacia atrás y sin poder emitir una palabra, le pedí socorro a mi padre con la mirada.
Irina, tranquilízate, me dijo con cierto pánico, consciente de que no podía ir a buscarme.
Respirá y tomá aire. Sólo tenés que flotar y descansar un poco. No dejes de respirar y tranquilizate. Me insistió más imperativo, transmitiéndome algo de confianza.
Yo no dejaba de mirarlo… y al constatar la tensión de aquel momento comencé a tomar aire para recuperar cierto pulso de normalidad. Gané estabilidad en el agua y me volví a debatir qué hacía.
Estaba exactamente a la mitad: ¿Seguía nadando hacia la otra orilla o regresaba a los brazos de mi padre?
Irina, si estás más tranquila podés comenzar a nadar de nuevo, agregó mi padre con su voz grave más recuperada.
Si regreso, al menos conozco el camino y además está mi padre me dije de manera instintiva, reconociendo no sólo la fragilidad de mis fuerzas, sino también un frente incierto de grandes miedos.
Comencé entonces a nadar con un ritmo más pausado, hasta llegar a los brazos de mi padre.
— “¿Estás bien?” Me preguntó, apenas pudo enlazarme con su mano derecha y llevarme hasta un punto fijo donde por fin logré erguirme y hacer pie.
Si…, ya estoy mejor, le respondí con un tono vencida.
Un lago no es lo mismo que una pileta, hija, agregó reflexivo. “Y si no te sentís del todo segura, está muy bien que decidas volver”.

 

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