“Subamos entonces y lo escuchamos en mi pieza”, le dijo mi madre a fines del 1982 a su amiga, la arquitecta, mientras ambas de manera sigilosa, subían las escaleras con un pasa cassette marca Sony.
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Yo apenas era una niña curiosa, de mirada pícara y sonrisa fácil. Sin embargo, durante toda mi infancia había aprendido, con instinto de supervivencia, a no contar casi nada de lo que sucedía o se hablaba en mi casa. La derrota de Malvinas había logrado resquebrajar el poder de la dictadura militar y los partidos políticos comenzaban a vislumbrar la posibilidad cercana de recuperar la democracia a través de las urnas. Recuerdo aquellos años a mis padres enfrascados en reuniones políticas eternas, donde todo, absolutamente todo, estaba teñido, medido y hasta caratulado dentro de rígidos patrones ideológicos. La televisión era la caja de bobos y los diarios de mayor tirada resultaban pasquines donde pocas veces se filtraba alguna información que realmente valiese la pena. Ninguno de los dos tenía 40 años y sin embargo yo los veía demasiado grandes.
Como buenos militantes nos transmitían valores inquebrantables. Se caracterizaban por ser lectores voraces, cultores de libros prohibidos o consumidores de revistas como Humor Registrado o el semanario El Periodista. La construcción de un mundo mejor, decían, demandaba de mucho altruismo y casi nada que ofreciera el capitalismo estaba bien visto.
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Mi mamá hizo pasar a su amiga a la habitación y cerró la puerta con firmeza.
Yo estaba algo acostumbrada a vivir en casa situaciones como esas. Aunque esa vez, no lograba comprender qué tipo de audio podía llegar a ser tan peligroso que necesitase ése grado de hermetismo y clandestinidad.
Subí las escaleras de prisa y cuando llegué hasta la habitación, la puerta seguía cerrada.
Ellas hablan demasiado bajo, pero el sonido armonioso de un trovador y su guitarra lograban filtrarse. Me senté en el piso, pegué mi oído a la puerta de madera y me dejé llevar por los arpegios de aquella melodía que como un bálsamo lograba despertar cada sentido de mi alma.
Sonaba entonces ¿A dónde van? de Silvio Rodríguez: la canción número 2, del lado B, del cassette Mujeres. Recuerdo es sensación de experimentar algo totalmente nuevo y quedar hipnotizada. Como si aquella combinación austera de letras y guitarra tuviesen la capacidad de invadir con poesía… todo. Algo tan bello como necesario.
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En ese estado atónito estaba, cuando mi mamá decidió abrir de golpe la puerta. La arquitecta se despedía de ella, prometiéndole que intentaría conseguir algún otro cassette.
– Lo traje de Cuba –, le comentó casi en susurros. Porque aquí todo este material está prohibido.
Yo continuaba sentada en el piso, sumergida dentro de aquel extraño estado, cuando observé el rostro de mi madre y advertí que a ella también le había sucedido lo mismo. Pocas veces sonreía con entusiasmo y en esa ocasión logré verla feliz.
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Silvio en Punta Brava
Desde aquel entonces hasta ahora, las canciones de Silvio han sido como una suerte de banda sonora capaz de infundirle poesía a los momentos más significativos de mi vida. Por mi profesión, también he tenido la oportunidad de entrevistarlo, tanto en Argentina como en Cuba. La última vez que lo vi en La Habana, junto a Natalia Roca, Alejandro Ernesto, Andrea y Herminia Rodríguez, fue el 2 de febrero de 2014. Específicamente en la esquina de la 249 y 46 del Parque de la Glorieta, en Punta Brava; mientras brindaba su concierto número 54 de lo que el propio Silvio, desde hace ya unos tres años, ha denominado como Gira por los barrios.
Llegamos en el Lada de Alejandro Ernesto y nos habíamos propuesto dejar nuestro oficio de lado y, entre los vecinos del municipio de Lisa, disfrutar de las canciones del trovador en un recital al aire libre, callejero y gratuito.
Era la segunda vez que veía a Silvio actuar en Cuba. Si para mí, como argentina, haber conocido su obra de tan pequeña tenía una asociación directa con la belleza y los primeros albores de la libertad, pensé entonces en el valor inmenso que tendría este trovador para cada uno de sus compatriotas. Saqué mi máquina de fotos y no pude resistirme a la tentación de comenzar a inmortalizar algunos instantes. (Natalia hacía otro tanto con su Nikon).
En medio de esa atmósfera, Silvio, de remera mangas cortas y una gorrita color verde olivo se movía entre sus músicos y su gente. Muchas parejas llegaban caminando tomadas de la mano hasta la esquina del escenario, otros se acercaban junto a toda su familia. También abuelos de más de 70 u 80 años y sobre todo una buena cantidad de niños y adolescentes que revoloteaban alegres hasta en las azoteas de sus viviendas, para disfrutar de aquel generoso espectáculo.
Los tachos de colores bordeaban la bandera cubana que flameaba a contra luz, mientras una bandada de pájaros cruzaba el cielo de aquel atardecer, dándole paso a las primeras estrellas. Seguramente a cada uno de los presentes, las canciones de Silvio, los atravesaba con una emoción diferente. Pero en su conjunto, el artista de nuestra era nos envolvía a todos.
Herminia Rodriguez tampoco pudo aquietar su oficio de cronista, y aquella misma noche, con una velocidad inefable, apenas regresó a su apartamento del Vedado relató en su muro de facebook, quizás el momento más emotivo de aquella jornada. Una joyita literaria que no tardó en multiplicarse en las redes sociales y minutos más tarde, junto a una imagen tomada por la propia Natalia Roca, terminó replicada en el portal Cuba Debate, bajó el título Silvio en Punta Brava: Reencuentro
“La era, gritó el tipo a todo pulmón. Silvio, sin inmutarse, cantó lo que tenía programado en su concierto, el número 54 de esta gira que él mismo reconoce interminable. La era, repitió el hombre, mientras otros pedían Unicornio, Ojalá, El necio. La era… ya era como la tercera o cuarta ocasión que aquella voz sobresalía entre el público reclamando atención.
Silvio lo buscó con la mirada: “Quiero verte la cara; ven, sube a cantar conmigo”.
¿Un borracho? ¿Alguien que buscaba un minuto de fama?
Al escenario subió un mulato entrado en años que, en lugar de cantar, hilvanó unas pocas palabras: “Cuando este hombre fue a dar un concierto en el Combinado –dijo señalando al artista- yo estaba allí. Al día siguiente salí en libertad.”
Dicho lo suyo, bajó del escenario y se puso a seguir el ritmo de la música con palmadas.
Por unos segundos, el público enmudeció. En medio de la neblina súbita que emborronaba las imágenes, se vio a algunos músicos tragar en seco mientras se aferraban a sus instrumentos; el enorme contrabajo del fondo se tambaleó por un instante; algo –quizás un ángel– rozó la cara de Silvio y, a mi lado, Ale lloró. Luego, no recuerdo más que los aplausos en medio de la canción”.
Es que las canciones de Silvio siguen teniendo eso.
De manera austera nos hipnotizan, recordándonos siempre que La era está pariendo un corazón. Pero jamás desde patrones rígidos ni sectarios, sino con esa capacidad infinita de invadir con poesía… todo.
Documental «Canción de barrio», de Alejandro Ramírez Anderson, sobre la gira de Silvio Rodriguez por los barrios de Cuba.