Lucí conoció el mar en la Habana. Tenía apenas 1 año 11 meses y ya su mundo se aventuraba sin límites. Era tan pequeña y sin embargo hablaba casi perfecto. En aquel viaje, –que aún recuerda con detalles fotográficos–, también conoció a su hermana Katia, a su sobrino Andrés Fabián, a su abuela Zoila. A sus tíos y tías en San Matías y a los grandes amigos de Tomás: Toni, Irina, su hijo Dariel; Andrea, Alejandro Ernesto, su pequeña Lucía; Dixie, Ariel y también a nuestra adorada Herminia. De manera natural, incorporó a esa familia habanera con un cariño entrañable. Y ellos… a ella.
Fue un viaje que la marcó de manera especial. Allí logró grabar en su memoria los primeros recuerdos nítidos que hasta el día de hoy atesora con una felicidad innata.
Entre tantas vivencias nuevas, con Tomás sabíamos que conocer el mar sería también una experiencia fascinante. Ambos coincidimos entonces, que nada mejor que el escenario natural del Malecón para incorporar semejante paisaje.
Era enero, y durante aquella jornada, corría cierta frialdad en el siempre mezquino invierno cubano. El cielo estaba despejado y la luz cenital de la siesta iluminaba toda La Habana. Bajamos caminando por 23 y a la altura del Hotel Nacional subimos a nuestra hija al muro del Malecón.
Ahhhh…!!, soltó Luci como quien logra aspirar todas las palabras del mundo juntas.
Luego, se quedó observando en silencio por unos pocos segundos. Parada sobre el robusto muro, se dejó envolver por la brisa salada y húmeda que la salpicaba; estiró sus bracitos y manos hacia el horizonte y acto seguido, expresó:
 ¡Qué pileta tan grande!
Con Tomás nos miramos y sonreímos de manera tierna. La comparación de Luci no sólo nos parecía original sino que, de alguna manera, resultaba una síntesis exacta. Desde aquel extenso muro que a lo largo de ocho kilómetros recorre casi toda la costa norte de la capital cubana, el océano atlántico se puede apreciar como una enorme pileta que invita siempre a perder la vista sobre la delgada línea que el mar dibuja al fundirse con el cielo.
Lucía acababa de conocer así, el mar en Cuba.
Durante mucho tiempo pensé que ése sería uno de sus recuerdos más adorados.
Sin embargo, Luci viajó tres veces más a Cuba.
En este último viaje, a un mes de cumplir sus 15 años, llegó custodiada por un grupo maravilloso de seis amigos y amigas de su ciudad natal. Esta vez regresó a beber las raíces y la cultura de la tierra donde nació y amo su padre, de otra manera.
Máquina de foto y celular en mano, desenvuelta, sonriendo a toda hora, se dio el gusto de hacer de todo. No sólo se emocionó hasta las lágrimas en el reencuentro con su hermana y nuestra familia habanera. También disfrutó de las playas más hermosas que ostenta la isla, visitó el delfinario de Varadero, bailó salsa en la casa de la Música en Trinidad, conoció el Mausoleo del Che Guevara en Santa Clara, probó el ron ligado en tragos con colores de Instagram, marchó con el pueblo cubano conmemorando a Fidel y su revolución. Y sobre todo, se movió sin miedos y con una libertad inusual dentro de la tierra qué late dentro de su sangre. Que es parte de su cuna y de su historia singular.
Como dicen los Orishas en su canción, al caminar por cada rincón habanero, quizás en este viaje, Luci sintió:
«Regreso a la cuna que me vio nacer
Regreso a este barrio que me vio correr
Lo que fui, lo que soy y seré,
por mi isla bella”

 

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