Estaba en una casa distinta. Rodeada de ventanales luminosos, con algunos vidrios de colores, donde la generosa vegetación de su patio se podía contemplar desde cualquier ángulo.
Hacía calor.
Tanto, que disfrutaba de la textura fría al pisar descalza los mosaicos color crema de su habitación. Era una casa pequeña, rodeada de verde, sin embargo cada rincón estaba entrelazado sin perder sus espacios de intimidad.
Pensando en eso, de manera natural, él ingresó por la puerta interna de esa habitación que resultaba también el paso más directo para acceder al patio. Sentada desde su cama, ella lo observó serena.  Apenas levantó sus cejas y la comisura de sus labios dibujaron una tímida sonrisa en su rostro.
Él sintió su gesto leve, y sin mirarla, también sonrió. Prefirió en cambio, acercarse para sentir el perfume de un jazmín, que dos horas antes ella misma había depositado en un rincón de su biblioteca.
Ella, sin romper ese delicado silencio, de manera automática, llevó sus manos al cuello, recogió su pelo lacio hacia el costado izquierdo de su hombro y con sus dedos notó cierta humedad que empañaba apenas su nunca.
¿Terminaste de escribir el libro?, le dijo él, cruzando su mirada de reojo.
No todavía, respondió ella algo enigmática, dirigiéndose hacia el portal de su ventana.  De esa manera, ella le daba casi la espalda y se alejaba un par de metros, sin dejar de sentir la felicidad que le provocaba su presencia.
No te vayas, insistió él. Necesito que te des vuelta.
Ella, sólo giró su cabeza y sin comprender lo que sus ojos descubrían se dejó llevar atónita por cierta alucinación que cobraba una dimensión fantástica en el piso de su habitación.
Él volvió a sonreírle y con un gesto suave le marcó con su mirada la dirección precisa por dónde debía disfrutar de ese instante.
Eran dos mariposas enormes, detenidas en el suelo de aquella habitación, desplegando de manera casi imperceptible sus alas de tonos magenta.
¿Le sacás una foto vos o preferís que lo haga yo?, le dijo él con ánimo de inmortalizar ese instante fugaz que pocas veces se produce, o se repite, en la vida de una persona.
Ella, sin poder emitir una respuesta, sólo se limitó a contemplar la belleza de esa postal que los tenía únicamente a ellos dos, y a ese par de mariposas, como testigos privilegiados y también protagonistas.
El aleteo tenue  y frágil de aquellas mariposas, como suele suceder, sólo permaneció allí por unos pocos segundos. Luego desaparecieron sin dejar rastros.
Ella cerró y volvió abrir sus ojos. Todo le resultaba propio de un realismo mágico que no lograba comprender.
Cuando por fin volvió a enfocar su mirada, ni él ni las mariposas se encontraban dentro de la habitación.
En el mismo lugar, un pequeño nido de serpientes albiazules, con destellos plateados, se enroscaban entre sí, para darle una nueva dimensión a la escena.
Ella, con algo de desesperación, intentó ubicarlo a él, bajo el radio de su mirada. Cuando percibió que apenas se había retirado de la habitación, desde el patio de la casa ingresó un tigre de bengala, con paso firme y majestuoso. Una vez adentro, soltó un gruñido feroz hacia las serpientes, logrando pulverizarlas de inmediato. Luego, el tigre más agazapado le regaló una mirada mansa a ella, que todavía permanecía en silencio, sin comprender el devenir de cada suceso.
La mirada cómplice de aquel felino le devolvió a algo de tranquilidad. Como recordándole esa extraña fortaleza que vive siempre dentro de uno.
En ese mismo momento, la luz del sol entró con más fuerza a su habitación.
Ella volvió a mirar por la ventana.
Disfrutó de aquel paisaje natural que la rodeaba y de ese calor intenso que la envolvía en verano.
Decidió entonces volver a cerrar los ojos por un instante y al sentir el dulce aroma de su jazmín, sin querer…
se despertó.

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