Ni siquiera conocía su nombre, pero hablaba de manera profunda. Concentrado en hilvanar y darle cause a sus ideas empecinadas en cambiar el mundo. Sentados en ronda, sus intervenciones no eran demasiadas extensas pero el tono su voz –no sé–, hicieron que me detuviese en él.
Quise concentrarme en el grupo, tomar nota de cada respuesta. Sin embargo, de manera inconsciente, como quien activa un zoom, comencé a observarlo.
Él continuaba argumentando, pero la imagen cercana de su rostro abrió en mi mente un paraguas de manso silencio. El tiempo se detuvo. No había ruidos ni distorsiones allí.
Sólo sus ojos almendrados y el leve vaivén de sus cejas. Su ceño algo fruncido. Su pelo castaño, su barba rala y un poco improlija.
Intenté, sin lograrlo, reparar en lo que decía que de verdad parecía importante. Pero el suave movimiento de su boca me perturbó.
El tiempo recobró su dimensión real cuando sin esperarlo un compañero lo cruzó en el diálogo, para rematar con humor el curso de sus ideas. La intervención resultó más que oportuna.
Él dejó de hablar y le cedió su turno con la mirada. Aflojó su ceño, relajó sus párpados. Movió de manera asimétrica sus cejas y después de ese gesto sutil, casi imperceptible…
sonrió.
Allí no sólo se detuvo el tiempo, –lo juro–.
La tierra, también tembló.

 

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