Toda mi infancia está plagada de su mirada. De sus ojos color café profundos. De sus propuestas osadas. Sus cuestionamientos retóricos. Sus rebeldías domésticas. Su orgullo silencioso. Su picardía y su ternura. Su inconformismo rotundo. Su instinto libertario.
Será porque nací y él ya había descubierto el mundo. Será porque fue mi primer amor prohibido. Mi pequeño gran ídolo. Mi desafío más grande. Mi guardián absoluto. Crecí queriendo imitarlo hasta lo los 8 años. Todo lo que hacía mi hermano mayor me resultaba fascinante. Incluso hasta las travesuras que más rabia me daban. Así también aprendí a amarlo.
Me veo pequeñita observándolo. Tirados los dos en la alfombra del segundo piso de nuestra casa de la infancia. Jugando a los playmobil y a los rastis. Yo inventando las historias y él armando las infraestructuras más sofisticadas. Recuerdo cuando logró hacer el helicóptero. A mí me costaba imaginar a una familia tipo, trasportándose en un vehículo volador de manera cotidiana. Y sin embargo, Pablo siempre iba por un poco más. Jamás se conformaba. Disfrutaba desafiando al otro y tenía una capacidad felina para caer siempre parado.
Puertas afuera, Pablo era mi escudo protector. Mi garante en la escuela primaria. El que me enseñó a cruzar las calles, a moverme en bicicleta en el barrio. A resolver las divisiones. A enfrentar a nuestros padres. A guardar secretos enormes. A comunicarnos con guiños o sin que primen las palabras.
Crecí de niña con el camino despejado. La inteligencia y las rebeldías de Pablo me llenaron de atajos. Sobre todo, porque sus hazañas me enseñaban a derribar mis propios miedos. A poner un poco de luz en un mundo adulto colmado de injusticias y oscuridades. Pablo disfrutaba develando los enigmas o venciendo cualquier tipo de obstáculos.
Lo recuerdo a los diez años preparándose para ingresar al Belgrano. Recuerdo su sonrisa triunfal el día que rindió el examen capcioso de lengua y matemática. Salió del aula victorioso, comentando las respuestas correctas en voz alta. Eran cientos de niños y niñas, aunque para mi familia aquel día fue uno de los tantos días sólo de Pablo. Dos años más tarde, yo gozaba del privilegio de ingresar al mismo preuniversitario, sólo por tener allí, un hermano.
Mi adolescencia, toda, está plagada con la luz de su mirada. Disfrutamos tanto de aquellos años. El Belgrano nos brindaba un segundo hogar: un trampolín de aventuras y sueños realizados. Allí, subiendo y bajando la rampa del cole fui consciente también de que Pablo se movería siempre a una velocidad donde yo me quedaba sin aire. Sin embargo, asimilé con orgullo su leyenda precoz de hermano mayor y ambos, sin dejar de querernos, nos fuimos soltando las manos. Conquistador como pocos, de adolescente, también se convirtió en un gran romántico. Desde los 14 años se fue casando y separando de jovencitas increíbles, con las que supo tejer historias, públicas o secretas, pero todas inolvidables.
En la intemperie de los ´90, Pablo eligió el camino de la militancia. De los sueños colectivos. De la posibilidad política de la transformación. “Los periodistas pueden, quizás, tener sólo la virtud de lograr algunos relatos. Pero la historia la hace la gente”, solía decirme cuando me veía demasiado ensimismada en mi rol de estudiante universitaria. Tenía razón, aunque disfrutaba mucho más si no se la daba.
Mi vida entera estará siempre iluminada por su mirada. Por sus ojos profundos. Sus propuestas osadas. Sus cuestionamientos retóricos. Sus rebeldías domésticas. Su orgullo silencioso. Su ternura infinita. Su inconformismo rotundo. Su instinto libertario.
Será porque nací y él ya había descubierto el mundo. Será porque siempre será parte de mí. Mi primer amor prohibido. Mi hermano Pablo.