Recuerdo la primera vez que rindió el examen. Tenía apenas 10 años y de tan pequeñita, en su cuerpo no cabían tantos nervios y entusiasmo. Había crecido escuchando esas largas anécdotas de sobremesa donde, su mamá y su tío Pablo, eran una especie de leyenda por todo lo que habían vivido y experimentado entre las aulas, la rampa y los dos pisos de Manuel Belgrano. Pablo, su tío inteligente, había vencido el examen capcioso de lengua y matemática que impone la escuela desde hace décadas, como filtro para que apenas 250 alumnxs puedan acceder a uno de los dos preuniversitarios públicos que existen en Córdoba.

Pablo había sido mi puerta de entrada para un ingreso al cole por sorteo y en mi caso por hermanx. Una experiencia luminosa que la escuela se permitió de manera excepcional y apenas sostuvo algunos pocos años. De esa manera, Pablo y yo vivimos de primero a octavo año sintiendo que la escuela se convertía en nuestra segunda casa. Ambos cosecharíamos amores, amistades y vivencias inolvidables. Luci creció entre esos relatos libertarios, donde el Belgrano fue para nosotrxs un paraguas y también una suerte de trampolín para vivir experiencias forjadas alrededor y por fuera de las aulas.

En el primer intento de ingreso, Lucí quedó afuera por tan sólo 8 puntos. Lloró frente a ese resultado. Había sentido miedos, ansiedad. Nervios. Dolor de panza. Le fue bien en lengua. Pero mal, en matemáticas. Recuerdo que como recompensa, para aquellos meses previos de tanta preparación y esfuerzo, nos fuimos esa misma tarde a tomar un helado. Allí le pregunté a Luci si al año siguiente volvería a intentarlo. Claro, mamá! Fue su respuesta categórica. Sin dudarlo.

Siempre admiré de Luci esa determinación para decidir sobre sus gustos. Esa forma acuariana de tomarse la vida, de volver al candor de sus hoyuelos y esa sonrisa luminosa, como si finalmente supiera que los mejores aprendizajes llegan siempre desde el corazón y lo humano. Al año siguiente, sin tantos nervios, rindió nuevamente el examen de manera satisfactoria. De allí, en adelante, la escuela se convertía también en su segundo hogar: esa misma de la que tanto había escuchado entre risas y en boca de su mamá, de su abuela y su tío Pablo.

Luci superó esa primera dificultad académica e ingresó al Belgrano. Consciente de antemano de que nada le sería ni tan sencillo, ni tan fácil.  Sin embargo, la escuela – ese hotel de cinco estrellas, como le digo yo– no sólo la arropó como parte de su comunidad, sino que también supo darle un grupo de amigas con quienes compartieron de todo: un curso, el grupo juvenil, el centro de estudiantes, la rockola, actos, campamentos, las olimpiadas, almuerzos, su primer amor y desamor, las salidas, los cumpleaños y hasta su famoso viaje a Cuba, en sus 15 años.

También vivió fuertes decepciones. Crisis. Angustias. Bullying. Soledad. Reveses que terminaron en una anemia y desórdenes alimenticios, con una crisis que duró prácticamente todo su penúltimo año. La enfermedad la dejó con 8 materias en diciembre y con el temor latente de no saber si sería capaz de pasar de año. Lloró. Estudió. Hizo nuevas amigas que la  sostuvieron y la abrazaron. Maduró y logró pasar a su séptimo año.

La vida quiso además, que un año antes de su ingreso, en 2013 y después de casi veinte años, yo también volviese al Belgrano, pero esta vez en mi rol de comunicadora. Tuve entonces el privilegio de mirar de cerca los siete años que transitó Luci y sus amigas, los martes y jueves por la mañana. Las vi crecer en los recreos de las 10.15, cuando Luci pasaba por Usina B a pedirme plata, y de paso yo aprovechaba para robarle otro beso y volver a abrazarla.

Luci fue parte de esa camada de adolescentes donde la democracia, como una bocanada de aire fresco, sólo les amplió derechos. Donde una mujer ganó la presidencia y comenzó a decir presidenta. Así, con “a”. Donde recibieron gratis su primera netbook. Donde el feminismo lo discutió todo y las pibas bancaron cada cambio con la perseverancia de atar en sus muñecas y mochilas un pañuelo verde. Tuvieron la irreverencia de cambiar hasta el lenguaje y nos marcaron, a la generación de sus progenitores, cada deconstrucción de ese machismo que tanto cuesta borrar de nuestras propias estructuras familiares. Hablaron de educación sexual integral y desnudaron un mundo de vínculos y relaciones tan diverso como desigual, donde resulta anacrónico seguir midiéndolo con el sesgo de lo binario. Luci también fue parte de la generación de adolescentes que padeció cuatro años de macrismo, en una provincia donde el 70 por ciento legitimó esa opción a través de elecciones democráticas.

Pero sobre todo, fue parte de la primera generación que transitó su último año de secundario detrás del brillo de las pantallas. Así. De golpe y porrazo. Sin antecedentes previos y al mejor estilo de alguna serie inédita de catástrofes naturales, el peligro de un virus invisible, se regó como pólvora en todo el planeta. La humanidad se vio en la necesidad de confinarse durante meses en sus hogares. De aislar el cuerpo y de terminar de incorporar la virtualidad como el medio principal para sostener trabajos, educación, vínculos afectivos y/o familiares.

A la camada de Luci le tocó terminar el secundario desde sus casas. Con el celular pegado a sus cuerpos como un respirador, sus vidas se llenaron de horas con clases virtuales. De Meet, de video-llamadas por WhatsApp interminables. Vieron sus rostros sin entusiasmo convertirse en una cuadrícula de pixeles con sonido y también muteados. Dentro de ese mundo digital, algunxs aprendieron a superar el tedio, lograron naturalizarlo y con el paso del tiempo hasta le dieron lugar a la intimidad, a la risa y también al llanto. El tiempo pandémico pareció detenerlxs. Desordenó sus rutinas y aplanó, como en una especie de loop, cada día y todos los días de la semana. La vida por fuera de cada casa se llenó de miedos. De distanciamientos, de barbijos, de alcohol en gel. De cuidados. La palabra Covid se asoció a la muerte. Y Córdoba se tornó aún más gris por el ecocidio causado ante un plan dantesco de incendios intencionales.

Tener salud, una casa, comida y estar a “salvo” pasó a sentirse como tener ciertos privilegios de clase.
Luci es parte de estas chicas y chicos del Belgrano. Y el cole también logró contener y estar presente sin el amparo de su techo naranja ondulado. Sin el bullicio adolescente subiendo y bajando por la columna vertebral de su rampa. Sin la explanada del primer piso, sin las canchas. Sin los almuerzos en la cantina. Sin el silencio de la biblioteca, sin la nostalgia de su pileta.  Sin los casilleros, el Patio de la Memoria, la dirección, los recreos y de manera sentida, sin sus compañerxs, sus profes y ese mundo de relaciones que se teje de manera intransferible cuando se habitan las aulas. Pese a todo, la comunidad del Belgrano lxs cobijó en sus redes. Se metió dentro de sus celulares. Estuvo abierto en sus computadoras. Y cada profesor o profesora conoció la intimidad de sus habitaciones o algún rincón tranquilo de sus casas.

Esta semana Luci terminó sus clases con todas las materias aprobadas. Culminó así su último año de secundaria. Sabiendo que es parte de todo lo que significó este proceso de siete años. El último, no fue como lo imaginaba. No quería vivirlo detrás de una pantalla. Así que al finalizar la entrega de su último parcial, lloró.

Lloró como quien desata un pesado nudo en la garganta. Lloró ante la ausencia del abrazo con cada amigx. Lloró con esa certeza y esa mezcla de temor que nos invade cuando por fin cerramos una etapa. Cuando vemos cómo se nos escurre el tiempo dentro de un celular, ante clic efímero de las redes sociales. Con esa incertidumbre que se abre hacia el día de mañana. Lloró en mis brazos. Grande y a la vez pequeñita. Porque su cuerpo aún espera comprender cómo reinventarse. Cómo asimilar esta extraña experiencia y avanzar en forma solidaria. Pensar este tiempo como una oportunidad para vencer los miedos, dar paso a las luces y llenarse así, de renovada esperanza.

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