La ciudad había quedado arrasada en aguas turbias. Era un paisaje desolador.
En medio de ese escenario, donde nadie se encontraba a salvo, yo era la madre de dos pequeños: Zoe, de unos 14 años, la más osada y desafiante; junto al pequeño Nicolás, de unos 8, de carácter más tierno y analítico.

También estaba junto a su padre, un hombre alto y sensible, de pelo castaño y desprolijo.
Muchas familias, con neumáticos y algunos restos de automóviles, construían de manera precaria una especie de botes para intentar navegar sobre la ferocidad de las aguas. Nosotros, ese pequeño núcleo familiar, nos dirigíamos hacia las costas del río con una balsa, que logramos construir con las gomas gastadas y el armazón de un viejo citroen, color rojo.

Todo era una gran tragedia.

Zoe, al sentir la angustia y desesperación de tanta gente acorralada por la fuerza de la gran inundación, se separó de nosotros y corrió hacia la costa del río con la intención de salvar a algunos niños que estaban siendo llevados por la corriente.

Nicolás también intentó ir detrás de ella. Pero su padre, de manera instintiva y sabia lo detuvo en seco con un brazo y con el otro, frenó mi impuso de salir corriendo para alcanzarla. Grité entonces el nombre de Zoe con todas mis fuerzas. Fue un grito agónico y desolador. Pero ella, sin capacidad de reacción alguna, quedó atrapada bajo el torrente de aquellas aguas.

Perdí a Zoe en esa pesadilla…. y me desperté llorando.

No pude salvarla.
El agua turbia se la llevó.

30 de abril del 2018.

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