Yo no me daba cuenta. Pero al parecer, todas las mañanas mientras yo, con bastante dificultad abría mi portón, él barría de manera prolija la vereda y no dejaba de observarme.
Es un hombre de unos 50 o 55 años (No puedo precisarlo). Renguea un poco de una pierna, es bajito y muy delgado. Su piel, cetrina y curtida por el trabajo, parece estar siempre bronceada por el sol. Le faltan algunos dientes. Y sin embargo, es un hombre que casi siempre sonríe, bueno y muy observador. Es mi vecino y, a la vez, es el encargado del local comercial que hay en mi casa. Yo tengo el defecto, quizás, de estar siempre en mi mundo. Y pocas veces reparo en lo que sucede a mí alrededor. (Salvo que a mí alrededor sucedan cosas).
— “Buen día vecina”, me dijo a fines de julio de este año. Tal vez eligió el mes de julio, porque él también se llama Julio (No lo sé…, es algo que se me ocurre ahora).
— “Buen día vecino, ¿cómo le va?”, le contesté de manera amable.
— “¿Sabe una cosa? Todos los días la observo y veo el trabajo que le da abrir y cerrar sola ese portón cuando usted saca su auto». (Porque con mucho respeto, él me trata de usted).
— “Ah si”, le contesté. “Es verdad. Me da bastante trabajo. Sucede que es un viejo portón. Tal vez debería cambiarlo o restaurarlo, pero no sé muy bien quién podría hacer ese trabajo”.
—“Por eso la interrumpo vecina. A mí me gustaría restaurarle el portón”.
Sorprendida, abrí los ojos y lo volví a mirar.
— “¿De verdad me lo dice?”
— “Si, claro”, me dijo.“Mire: en mis ratos libres puedo sacarle esas viejas capas de pintura, dejar que luzca su color madera original, reparar sus herrajes y engrasar los rieles para que se deslice de manera liviana. A mi me gusta trabajar con las manos y reparar cosas”.
(Sonreí y me retraje por unos segundos. También en el mes de julio, le había planteado a mi hermano Pablo el tema del portón. “Si yo estuviera en Córdoba te lo haría”, me dijo. “Pero claro que te cobraría muy caro…”, añadió en tono de broma como para provocarme. “Tenés que buscar a alguien que pueda restaurarlo. Pero son trabajos artesanales que por lo general son muy costosos” me advirtió. “No sé Pablo”, le dije. “Para mi es complejo buscar a alguien. Tal vez simplemente junte el dinero y lo cambie”. “Bueno”, me dijo él. “Vos fijate”).
— “Mire Julio”, le dije. “Yo venía pensando en eso. Pero sabe qué: a mí me parece que todo trabajo debe ser remunerado. Así que, si le parece bien, creo que sería muy justo que usted me elabore un presupuesto”.
— “Ah bueno vecina, si yo le paso un presupuesto usted tendrá que asaltar un Banco, porque no creo que pueda afrontarlo”, me dijo con ese humor rápido que habita en cualquier cordobés de barrio.
—“Bueno, con más razón entonces”, le dije siguiendo su broma. “Usted me prepara el presupuesto y yo voy organizando el asalto al Banco para afrontar los gastos”.
Nos reímos los dos, porque de alguna manera sabíamos que ya había un contrato de trabajo en puerta.
— Mire Julio, como casi siempre regreso tarde, usted mañana a la mañana me muestra el presupuesto y vemos si comenzamos a restaurar el portón.
— Mire vecina, yo voy le hacer el trabajo porque se lo ofrecí de corazón. Y también le voy a pasar un presupuesto justo. Usted, me lo va pagando como pueda. Somos vecinos y nos tenemos que ayudar ¿no?
Me dejó sin palabras…. “Está bien”, le dije. “Mañana a la mañana vemos entonces lo del presupuesto”. Subí a mi auto y no pude dejar de pensar y maravillarme a la vez por estas cosas que a veces me pasan.
Pasaron los últimos días de julio, pasó todo el mes de agosto, pasó el polvillo del portón que nos enfermó de conjuntivitis, primero a Luci y después a mí, pasó la primera semana de septiembre y ayer pasó que llegué a casa y Julio me esperaba en la puerta:
— Mire vecina: ya está listo su portón: ¿le gusta?
— Claro… quedó hermoso!