Veía como su cuerpo ocupaba el lado derecho de mi cama. Toda su estructura, su espalda, sus piernas, sus brazos. La textura y el olor de su piel tomaban sin permiso ese lugar que yo también, de manera inexplicable por fin, lograba ceder.

Así, en ese estado novedoso, algo se desacomodaba dentro mío. Como si alguna pieza de mi columna vertebral, a la altura del tórax, se engarzara en forma diferente para abrir espacio a esa materia inasible que aún nadie logra definir muy bien.

Ni siquiera la atmósfera tibia en esas horas tenues me ponían a salvo. –Su cuerpo seguía ahí–. Yo intentaba cerrar los ojos… pero ciertamente no podía dormir.

El ritmo acelerado de mi corazón impedía relajarme. El aire de mi respiración, esta vez algo entrecortada, no traspasaba más allá del diafragma. Algo fuera de control resultaba inevitable.

Mientras su presencia física continuaba ahí: ocupando de manera osada el lado derecho de mi cama. Ese que conserva mis olores y la huella de mi cuerpo cuando duermo de costado y me acurruco debajo de las sábanas.

En medio de esa noche, sin tiempos ni límites reales, cada movimiento sutil resultaba expansivo. En apariencia inmóvil, yo seguía detrás de las paredes frágiles de mis parpados. Sintiendo cómo se desencadenaba el vértigo repentino de todo ese misterio insondable.

Ya nada sería lo mismo.

Ese cuerpo extraño se había apoderado del lado derecho y más íntimo de mi cama.

 

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