Llevaban dos meses y medio amándose a un ritmo alocado. Nada los estimulaba más que devorarse con furia y descontrolada pasión. Pero después de calmar el deseo ardiente que les provocaba el simple roce de sus cuerpos, las escenas más deliciosas venían con la calma del después.
–¿Sabes?, le dijo él, una de esas acaloradas noches. Cuando apenas cumplí 40 años pensé que nunca más iba a tener sexo.
–¿Cómo es eso?, indagó ella. ¿Estás bromeando? Es imposible vivir sin sexo.
–Mira, no estoy bromeando. Mi vida se había derrumbado. Sentía que había vivido mil años, pero sin que nada cobrase demasiado sentido. No encontraba ninguna brújula que me permitiese ver con claridad  la guía de algún norte. Había perdido no sólo el rumbo, sino también el entusiasmo por casi todo. Incluso por las mujeres. ¿Te imaginas eso? En una ciudad como esta donde el sexo se transpira encada gota de humedad… Y yo así, sin tener ganas de nada.
–¿Tan así era?
–Al principio, pensé que con el correr de las semanas todo volvería a la normalidad. Pero me daba cuenta que mientras más se vencían los días, las semanas, los meses, yo comenzaba a naturalizar el hecho de vivir sin sexo.
–No puede ser… ¿Cuánto tiempo estuviste así?, le preguntó ella con un tono de mayor preocupación.
–Fueron algo más de seis meses cuando sentí que ya nada me estaba motivando. Recuerdo que pensé que mi psiquis me estaba jugando una mala pasada.
–¿Qué hiciste entonces?
–Era evidente que estaba poniendo mi vida en jaque. El largo fracaso de mi matrimonio, mis inseguridades con la literatura. El agobio de las rutinas. Nada me conformaba. Además, estaba mucho más irascible ante cualquier contexto de mediocridad. Ni siquiera el humor me estaba salvando. Creí padecer algún tipo de depresión congénita o lo que era peor, de encontrarme prisionero en el laberinto neurótico de mi mente. No dudé entonces en solicitar carpeta médica y someterme a las sesiones rigurosas de un viejo y reconocido psiquiatra.
–¿Qué pasó después?
–Logré un turno con aquel médico, cuyo prestigio era toda una leyenda. Lo recuerdo como si fuese ayer. Ese día decidí cruzar la mitad de la ciudad caminando. Pensé que los rayos del sol atravesando mi cuerpo lograrían sacudir lo que parecía anquilosarse por dentro.
Tampoco dio resultado.
Al llegar al hospital, al filo de las seis de la tarde, el psiquiatra ya me estaba esperando.
Su consultorio era amplio, de techo alto y ventanas luminosas. Me llamó la atención que detrás de su viejo escritorio lo escoltase una nutrida biblioteca, con los clásicos de la literatura universal. El hombre vestía un largo delantal blanco sin abotonar y las canas de su desordenada cabellera le deban un aspecto sereno. Calzaba unos lentes rectangulares, de marco imperceptible, acentuando los rasgos angulosos de su enigmática presencia.
–Siéntese, me dijo con una voz grave y algo ronca, mientras me señalaba el único sillón mullido, revestido con cuerina negra. Cuando usted crea que es el momento, me cuenta qué le está pasando.
Era la primera vez que visitaba a un psiquiatra. Al principio me sentí algo intimidado. Pero luego, cuando el propio médico encendió su pipa y comenzó a fumar con goce excelso, logré relajarme un poco.
–¿Usted fuma?, me consultó con una actitud de generosidad.
–Estoy intentando dejar el cigarro, le respondí casi temblando.
–Lo bien que hace, me dijo. Y entonces…, cuénteme por qué estamos aquí.
Su fina ironía me relajó por completo. Así que ahí, en ese cuarto amplio, de ventanas luminosas y aroma a tabaco en pipa, comencé a relatar mi frágil sensación de estar llegando al final.  Ni siquiera podía explicar muy bien, por qué razón sentía que mi voracidad sexual se estaba apagando. El relato que le hice fue tan abrumador como el sabor amargo de mi propia vida. Mezclé mil situaciones adversas: laborales, sentimentales, mis constantes infidelidades, la monotonía de mi trabajo. Le dije todo, intentando argumentar con retóricas justificaciones lo que para mí estaba siendo la antesala de mi peor ocaso. Creo que hablé sin parar durante más de cuarenta minutos.
El médico tomó nota de mis lamentos en un cuaderno algo desvencijado y sólo cuando dejé de hablar, me miró por sobre sus lentes y respiró profundo.
Tras una larga pausa, el psiquiatra volvió a saborear su pipa, se levantó con prudencia, caminó unos pasos hasta la ventana y se sustrajo unos minutos al contemplar la luz naranja del atardecer.
Yo no dejaba de observarlo. Esperaba el sostén de sus palabras, una mera reflexión o algún tipo de fórmula que me brindara una solución mágica. Me había dispuesto, incluso, a aceptar la receta de cualquier fármaco específico.
–Es increíble, dijo al interrumpir su pausa. La bohemia de esta ciudad nunca pierde su encanto.
Juro que no esperaba ese comentario de visos románticos. Acababa de desgranar la tragedia de mi vida y lo que me devolvía era apenas una frase lacónica, fuera de todo contexto. El hombre volvió al silencio y luego de unos segundos, giró la cabeza hacia la izquierda hasta toparse con mi melancólica mirada.
–La semana que viene, a esta misma hora, lo espero.
–Pero, doctor… ¿No me va a recetar nada?, fue la primera torpeza que se me ocurrió decir.
El hombre volvió a mirar el horizonte por la ventana. Levantó sus espesas cejas y apenas dejó entrever una breve mueca de comprensión.
–Tranquilo. La semana que viene lo espero.
(…)
–¿Qué pasó entonces? ¿Volviste?, lo apuró ella ante la tensión del relato.
–Claro que volví. Pero como te imaginarás, aquellos siete días se dilataron demasiado. Perdí hasta el apetito y mi angustia se agudizó al triple. Además, tampoco podía evitar masticar cierta bronca al comprobar que el más prestigioso de los psiquiatras del país, ante el derrumbe de mi magra existencia, no había sido capaz de decirme nada.
(…)
Después de esa declaración, un tanto egocéntrica, ella lo miró sin poder detener el impulso de una carcajada contagiosa. No paraban de reírse de sólo imaginar la ansiedad que había padecido durante esos largos días. Aquellas reacciones, a él lo colmaban de ternura. La carcajada de su amada era como una cascada fresca. Clara, llena de vida.
–Bueno, deja de reírte así, porque sólo vas a lograr que te vuelva  hacer el amor.
–Realmente no estaría nada mal, respondió ella con una sonrisa, pero esta vez quiero que termines la historia. ¿Qué pasó cuando volviste?
(…)
–Lo visité sólo tres veces más. Durante  las dos sesiones siguientes, pude estar más sereno y ordenado. Pero el comportamiento del psiquiatra seguía siendo casi el mismo. Sólo se disponía a escucharme y no dejaba de tomar notas en su gastado cuaderno.
–Doctor, aún no me ha dicho nada. ¿Será que no encuentra ninguna solución en mi caso? Dije temeroso, al concluir mi penúltima visita.
–La semana que viene será nuestro último encuentro, me dijo con una templanza envidiable. Tranquilo. Ahí voy a hablar yo.
A la semana siguiente, poco antes de llegar al segundo piso donde se encontraba el consultorio, sentí que caminaba algo más liviano. Me había convencido de que mi cuadro psiquiátrico era grave y sin remedio. Aunque la posibilidad certera de esa triste respuesta me devolvía un poco de estabilidad.
Entré al consultorio y me volví a sentar en el mullido sillón de siempre. El médico estaba leyendo el libro La forma de las cosas de Luis Rogelio Nogueras.
–¿Le gusta la poesía?, me preguntó.
–Claro, y el Rojo es uno de mis poetas preferidos.
–Así lo imaginé, dijo mirándome por sobre sus delgados lentes. Este libro es para usted.
Tal vez por lo inesperado, la calidez del gesto logró desarmarme por completo. Tomé el pequeño ejemplar y me di cuenta, sin querer, que el obsequio me había emocionado.
–Mire, me dijo con tono sereno. Usted no está loco. Le diría que es uno de los hombres más lúcidos que me ha tocado atender. Tampoco sufre de ningún cuadro depresivo crónico. Su problema, ante la pérdida del deseo sexual, es que a lo largo de sus 40 años todavía no ha conocido el amor.
–No puede ser, le respondí atolondrado. ¿Cómo es eso de que aún no he conocido el amor? Si hasta le he contado con las decenas de mujeres con las que me he cruzado. Y le puedo asegurar, que cada una de ellas ha dejado una huella dentro de mí.
–Exacto. Esas mujeres han sido en su vida una huella, apenas un rastro. Quizás con suerte, alguna de ellas hasta haya alcanzado la forma corpórea de una fotografía. Pero la vida no se reduce a una simple cartulina plana y rectangular, con la apariencia de formas vagas que intentan devolvernos una imagen distorsionada y quieta de la realidad. El mundo sensible es un caos inabarcable. Es necesario que lo sepa. Usted seguramente ha sido capaz de entablar muchas relaciones, pero en la vida, el amor es otra cosa. Es la pulsión más poderosa, porque demanda entrega, coraje y la pérdida absoluta de cualquier control.
–¿Usted me está sugiriendo que yo jamás he sentido eso?
–No es necesario que yo lo diga. Usted mismo lo sabe. Lo está sufriendo ahora.
Sin poder evitarlo, bajé la mirada y sentí que se me empañaba la vista. De manera involuntaria, encorvé la columna hacia mi pecho y con la fragilidad de un niño comencé a llorar. Las palabras de aquel hombre estaban desatando un nudo interno que se había endurecido con el paso del tiempo.
Algo ahí adentro comenzaba a acomodarse. A cobrar una forma diferente.
–Entonces doctor… ¿Qué debo hacer?
–Sin darse cuenta, en este preciso momento usted acaba de dar un salto enorme. Es la primera vez que se ha permitido no tener el control. Deje de registrar. De especular, de analizar o cuestionarlo todo. El amor se presenta sin lógicas y en claves de misterio. Debe comenzar a sentir más y a pensar menos.
Lo escuché con la sed de un hombre perdido en el desierto. Era la primera vez que alguien lograba decodificar la matriz verdadera de mi propia esencia. Logré sostener el espejo nítido de su mirada, mientras el eco de la frase El amor se presenta sin lógicas y en claves de misterio quebraba los límites más estructurados de mi forma de ser.
–Doctor… ¿Este será nuestro último encuentro?
–Así es. No tengo más nada que decirle.
Algo tenso, levanté los parpados, mientras mordía mi labio superior. Es un gesto involuntario al que suelo recurrir cuando me descubro sin salida. Nos despedimos con un abrazo fraterno y antes de cerrar la puerta, me dijo:
–No se olvide de leer el libro. Los poetas suelen ser seres alados.
Aquella tarde fue la última vez que lo vi.
(…)
–¿Qué pasó después? ¿Cómo recuperaste el deseo?, dijo ella con su curiosidad en un estado extremo.
–Bueno, aquí me ves. Sonrió él, con algo de picardía.
–Sí, pero de todo esto ha pasado un poco más de nueve años. Tampoco voy a creer que estuviste todo este tiempo sin sexo.
Las carcajadas de ambos volvieron a abrazarlos.
–Naturalmente no. Pero tampoco salí de ese consultorio con ninguna receta mágica. Apenas llevaba conmigo el libro del Wichy Nogueras. Recuerdo que llegué a casa cerca de las ocho de la noche. Me senté en el living y devoré aquel libro en menos de dos horas. Maravilloso por cierto, como toda la obra de El Rojo. Al terminarlo, experimenté una extraña sensación en el pecho. Como un náufrago herido que lanza una última botella al mar, sobre la primera hoja del libro, no pude evitar escribir un poema. De manera intuitiva lo leí tres veces en voz baja, con la esperanza de un mantra que se ofrece al universo. Luego cerré el libro y lo guardé con celo en un rincón de la biblioteca.
(…)
Ella no dejaba de escucharlo atenta.
De repente, la anécdota la llevó a recordar el primer día que ella misma había estado en su casa. Como quien retrocede una película a color, se detuvo en el momento exacto cuando él se acercó para leerle algunos manuscritos de sus primeros relatos. Con intensa nitidez recordó además, su gesto de intimidad al leerle un poema breve que se encontraba en la primera hoja de aquel libro de Luis Rogelio Nogueras.
Ambos se miraron y sin mediar palabra, sonrieron felices.
Había pasado menos de un año de aquel encuentro. Pero la confianza de saberse juntos, sin temor a desnudar los rincones más vulnerables de cada uno ,les regalaba la excusa oportuna para volver a leer el poema.

Ven
Tal vez estés en la muchacha
que aún no conozco.
O que quizás conozco y no me ama.
O que me ama sin conocerme.
O que me conocerá para amarme.
O amándome ha de conocerme.
De todas maneras, donde quiera que estés, escúchame:
Ven y toca mi puerta.
Hace un siglo que espero por ti.

13-12-1990

–¿De verdad creés que soy yo realmente esa muchacha?
–No sé… ¿Tú qué crees?

 

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