Sin ser la protagonista, la noche previa al eclipse de luna, me dio la sensación de haber estado dentro de una película de Almodóvar.
Llegamos a una casa ubicada en lo alto de una barranca. Después de abrir el portón, nos reciben dos perros y Chocolate: una yegua mansa que acompaña las terapias de integración que Fara, nuestra joven anfitriona, realiza con algunos niños.
Desde ese mismo patio, se contemplan las lucecitas de Villa Allende y Saldán decorando los pies del cordón montañoso de sierras chicas. El círculo blanco de la luna llena es el farol natural que se impone entre el imperceptible titilar de un millón de estrellas. 
Salvo a Natalia, no conozco a casi nadie. Sin embargo, cada saludo es mediante un abrazo sentido, donde el aroma de cada persona cobra una presencia mayor que cualquier palabra.
La luz es suave en el interior de la casa, donde todos los ambientes están interconectados. Sus amplios ventanales son una provocación constante para salir a disfrutar de una noche serrana, donde la luna llena reina plena y caprichosa.
El sonido de los tambores desordena de manera brusca los latidos del corazón y percibo que la razón comienza a perder terreno. Algunos fuman la hierba dulce, pero la energía de las miradas resulta más poderosa. Me pierdo un poco con el sonido grave de un cajón, mientras las sonrisas afloran en rostros desconocidos. Logro sentirme parte y también observadora.
No dejo de estar atenta, presente, sintiendo todo. 
Luego, con sincronía casi perfecta, un grupo de mujeres nos apoderamos de la cocina. Sin mediar ninguna indicación, iniciamos el ritual de cortar todo tipo de verduras que puedan imprimirle color y sabor a unos tacos bien argentinos. La mesa cobra una belleza gastronómica, capaz de tentar a cualquiera. Sumemos papas fritas, dice Fara como quien incita a una delicia profana. La música de los Orishas suena de fondo.
El aceite comienza a hervir.
Es una noche sin interrupciones. Bebemos, comemos, reímos, danzamos. Algunas velas iluminan rincones deliciosos de la casa. Algo de poesía. Literatura de los años setenta.  Una escalera sin baranda es la columna vertebral que conduce a un segundo piso que espera ser habitado.
Mica habla de una historia de amor sin final feliz. Es un monólogo encantador, donde todos nos sentimos identificados. Su contenido es desgarrador pero el histrionismo de su relato está plagado de situaciones cursis y a la vez muy cómicas.
Necesito hacer mi duelo de amor, confiesa Mica con una fragilidad suprema. Nos pide que la esperemos unos segundos mientras se prepara para dejar que emerja todo su dolor.
Allí, dentro de esa atmósfera donde lo femenino inclina la balanza de manera escandalosa. Elijo sentarme en un sillón cama, con unos almohadones  mullidos que le dan algo de paz a mi espalda. Las luces están bajas. Apenas unas pocas velas, con escaso tiempo de vida.
El ambiente se vuelve primitivo.
Mica aparece descalza, con un vestido rojo pegado al cuerpo, de una sensualidad extrema. La interpretación seductora de su duelo comienza a envolvernos, mientras la canción Amor de mis amores, de Natalia Lafourcade, viste con música y palabras toda la escena.

Poniendo la mano en el corazón
quisiera decirte al compás de un son
que tú eres mi vida y no quiero a nadie más que a ti…
(…)

Mica contornea de manera sutil su delgado cuerpo, mientras cada movimiento se asemeja al sentimiento infinito que representa el ocaso de un amor que jamás volverá a ver el sol.

No tienes remedio…
no tienes remedio…
no tienes remedio…
eres mi gran amor …

No puedo dejar de observarla. Por un momento alucino ser yo la que baila con ese mismo vestido rojo sanguíneo, dejándome llevar con la música y la misma pasión.

Poniendo la mano en el corazón
quisiera cantarte toda una canción.
que  tú eres mi cielo, eres mis consuelos…
Que respiro el aire, que respiro el aire,
que respiro el aire, que respiras tú…
(…)

La interpretación se eterniza de manera fugaz. Mica vuelve en sí, sabiendo que su duelo ha dejado al desnudo la vulnerabilidad de todos. Otras melodías suenan para no dar pausa a una noche sin tiempo.
Afuera, la luna de abril despliega su mejor hechizo.
Redonda, blanca.  
Plena y caprichosa.

 

 

 

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