Él había cruzado, una vez más, el océano atlántico desde el viejo continente. Con el devenir de los años, su vida se había reducido a eso: en un andar trashumante, recorría cada rincón del planeta, bajo una prédica solitaria donde intentaba trasmitir los conocimientos básicos que permitan a la humanidad evitar enfermedades generadas por el afán de la codicia.
Ella, a la mitad de su vida, tan menuda como generosa, sólo deseaba llenar de color las páginas que aún le quedaban el blanco.
Para él, el día había corrido sin pausas, urgido por una agenda social, con estrecho espacio para las decisiones propias.
Ella, desde las primeras luces del alba, sólo se dedicó a contemplar el lento paso de las horas, a la espera de ese breve paréntesis que pudiera, por fin, reunirlos a los dos.
Al filo de las 22:30 quedaba escaso margen para que el milagro suceda. Asimismo ella, no dudó en llegarse hasta el hall central de su hotel.
Él, al verla, logró pulverizar ese cansancio rotundo, alojado entre su cuello y la espalda.
– No podemos quedarnos aquí – le indicó él, casi en susurro.
– Si no estás muy cansado, –le dijo ella–, puedo mostrarte un pedacito de París en el centro de Córdoba.
Él, se iluminó con una sonrisa.
Ella, le puso luz y color a una noche abierta…
y sin final.