Sentía que lo había perdido todo.
Hasta esa maravillosa capacidad de refugiarme en algún sueño.
Nada más tendría sentido. Era una certeza que me atravesaba, mientras me resultaba imposible dejar de llorar.
Aquella noche, la más oscura de todas, al filo de la madrugada apoyé mi cabeza sobre la almohada y cerré los ojos. No toleraba estar despierta y menos aún descansar.
En ese estado, insoportable de duermevela, cuando por unos minutos sentía que por fin me evadía un poco, las lágrimas se imponían de nuevo y, sobresaltada, levantaba mis párpados sin divisar nada con demasiada claridad.
Al lado mío, recostada en la otra almohada, su rostro moreno de remanso eterno velaba por mí, como un ángel guardián.
—Estoy aquí, me dijo sin romper el silencio.
—No puedo dormir, le respondí entre sollozos…
—Lo sé…., me susurró en voz baja, mientras acariciaba mi pelo. Ella sabía que no existían palabras que pudieran llenar semejante desconsuelo. Así mismo, con entera nobleza, volvió a añadir…
—Estoy aquí, reafirmando quizás, la única verdad posible dentro de tanta orfandad. Esas dos pequeñas palabras enlazadas, de sonoridad circular y en el cuerpo profundo de su voz, lograron detener por unos segundos mis lágrimas. Respiré más calmada… y volví observar su rostro moreno, de belleza ancestral.
Aquella noche, la más oscura de todas, ninguna de las dos logró conciliar el sueño.
Sin embrago, la generosidad corpórea de su gesto inmenso me permitieron divisar un hilo de luz…
capaz de titilar.