Han sido semanas bravas, le dije hoy a mi amiga Cristina, después de regalarnos un abrazo muy largo. Ella levanta las cejas, frunce apenas los labios y se ilumina con una sonrisa franca. Empezamos a hablar de las familias, de algunos proyectos pendientes. De nuestras hijas que no paran de crecer y que finalmente se nos parecen tanto. De la fragilidad de la vida. De esos momentos límites, colmados de emociones en montaña rusa y también en subibaja.
Esta semana falleció Marilú, una de las grandes amigas de mi mamá, le cuento en el devenir de la charla. Una mujer de sabiduría ancestral, piel cetrina y ojos marrones tan recónditos como los siglos por los que quizás seguirá viajando su alma. Marilú, una suerte de chamanita que sabía mirar la vida –la mía y la de tantas personas–, sin siquiera de abrir los ojos. Simplemente veía. Y si podía, te contaba.
Recordarla. Compartir su esencia entre amigas es una manera de duelar su ausencia física. Digo física porque es extraño lo que sucede cuando las personas abandonan el cuerpo, aunque su espectro revolotee en diferentes planos. Entonces la tristeza aparece sin previo aviso. Con esos ojos de espejos y dos valijas repletas de recuerdos en las manos. Nos mira de frente y avanza en silencio dando cuenta que se quedará en la casa por unos días bien largos. Sólo tenemos que abrirle la puerta, poner un plato más en la mesa y brindarle un espacio tibio en la cama.
Así, con la tristeza de aliada, damos paso al silencio y a las primeras lágrimas. Los días se desprenden del tiempo. Entramos en una nebulosa espesa, como una enorme telaraña. Surge un gran desorden, en el que flotan vivencias nítidas que por momentos alivian y por otros, aplastan. Nadie no enseña a dejar ir a quienes amamos. A la intemperie de esa soledad, la tristeza vuelve a mirarnos. Conoce el momento justo para extender su mano y quizás también para cobijarnos. “Nadie nos apura”, susurra en nuestro oído. “Me quedo aquí, a tu lado”.
El cuerpo se relentiza y todo parece un poco más pesado. La vida cobra un nuevo carril. Los días pasan sin darnos cuenta, un poco revueltos o en piloto automático. Hasta que percibimos el movimiento sutil de pequeños gestos que se abren. Despertamos con un mensaje dentro de un sueño. Corremos en forma lenta la cortina, para que se filtren los rayos del sol de otoño por la ventana. Escuchamos esa canción que evoca un recuerdo. Se destraba la pulsión de expresarnos con pocas palabras.
Como ese escrito bellísimo que, minutos más tarde, me lee mi madre en la intimidad de su casa. Un relato profundo, donde condensa el privilegio de haber compartido con Marilú una amistad que la trasciende, que logró modificarla. “Ella abrió la puerta a ese universo que hasta entonces yo no comprendía” dice mi madre, con la voz semi quebrada.
Conmovida ante el amor de ese relato, la abrazo en el umbral de su dolor, en medio de emociones cruzadas. Veo hacia el costado de la mesa y descubro un plato limpio que espera a ser servido. “Estoy ahí”, pienso mientras la miro y me quedo en silencio, a su lado.