—Voy a recibir mi primer título el 28 de mayo —me dijo Luci a mediados de marzo, después de hacer algunos trámites burocráticos en la Facultad de Artes de la UNC.

Ambas sabíamos lo que significaba esa fecha.

—Es como una señal, como si tu papá también quisiera estar presente —le dije, sabiendo que ella sentía lo mismo.

Abril nos derrumbó con la noticia de hallar un tumor en la cabeza del páncreas de mi madre. Fue un mes devastador. Una vez más, despues de la pandemia, la muerte se asomaba para mirarla a los ojos de cerca. El estrés de cada uno de esos días en el hospital se expandió como un hongo hacia el círculo afectivo que rodea el centro de mi familia materna. Y como muchas veces sucede, la energía del amor de tantas personas amigas, y desconocidas, logró tender puentes férreos cuando todo parecía desmoronarse.

Sobrevivir a la muerte tampoco es una batalla que se logra en soledad.

El 30 de abril fue el estreno de Eternauta, una serie que recrea un mundo paralizado por una nieve letal. Como un anticipo de esa metáfora cinematográfica, mayo sorprendió al país con una llovizna y neblina gris, casi imposibles de distinguir de lo que mostraba la ficción, en una plataforma de alcance mundial.

A su vez, como un reparo de luz, mi madre logró superar el túnel oscuro de una operación de alto riesgo y se recuperaba lentamente. Sin embargo, mi hermana, mi hija y yo misma, a menos de una semana de su posoperatorio, nos habíamos debilitado física y anímicamente.

La noche del 6 de mayo se sintió como otro capítulo vivo de la serie. Luego de visitar a mi madre, que ya guardaba reposo en su casa, con Luci nos subimos al auto. Al tomar la ruta E53, que nos lleva al refugio serrano de nuestro hogar, atravesamos aquella neblina gris con la sensación de acentuar los bordes de la ficción con la intensidad cruda de lo real.

Un cansancio plomizo, como pocas veces, nos dejó en silencio. Dentro de la cabina del auto, sonaba de fondo una melodía suave en la radio. En un momento determinado, mi hija me agarró la mano —mientras yo seguía manejando— y me dijo:

—Ay, mamá…

Y, casi sin poder evitarlo, como a borbotones, empezaron a caer sus lágrimas.

Giré la cabeza para mirarla y, como quien abre despacio las puertas de un templo, le pregunté:

—¿Qué pasa?

—No te das una idea de lo que extraño a papá. Ha pasado tanto tiempo…, que ya no recuerdo cómo era vivir con él.

Una confesión que atravesó el silencio con la potencia de lo irremplazable. Yo seguía manejando, pero tampoco pude evitar que comenzaran a caer mis lágrimas.

—Luci —le dije—, él está. Siempre está con nosotras. De alguna manera, él está.

Se lo repetí varias veces, con esa certeza de saber que ambas lo sentimos siempre.

—A veces no me acuerdo ni de su voz —me dijo, con esas ganas de perforar el presente para regresar al pasado.

Con la mirada empañada, no pude evitar recordar aquella frase que me dijo mi primer psicólogo y que, una y otra vez, en situaciones similares, retumba en mi mente:

Nunca vas a poder llenar ese hueco. Ese agujero negro va a vivir dentro del corazón de Luci. Y es necesario que lo sepas, para que nunca intentes llenarlo”.

Al ver toda su fragilidad, sin poder detener sus lágrimas, sentí la fuerza de ver cómo ese agujero negro seguía latiendo, ahí dentro.

Pasaron dos noches y dos días con esa neblina persistente, hasta que la lluvia cesó y, en el cielo de Córdoba, aparecieron los primeros rayos de sol.

Mientras caminaba por la tranquilidad de las calles de Unquillo, de repente, el llamado de Luci iluminó la pantalla de mi celular:

—¡Mamá! ¡Quedamos seleccionadas en el proyecto de Tomás Barceló! ¡Salimos segundas! —me dijo.

Casi sin poder creerlo, sentí como si el universo por fin hubiera conspirado a nuestro favor. Como si aquellas lágrimas de Luci hubieran derribado las variables del espacio y el tiempo, logrando que Tomás se materializara ante aquel sentimiento conmovedor.

Algo así como una aparición corpórea, donde, con su voz cándida y sonrisa amplia, volvía para decirle:

Mumi, aquí estoy.

—La comunicación del premio a la convocatoria del Centro Cultural de la UNC le había llegado por mail, la mañana del 7 de mayo. El mes de Tomás —pensé—. El mes de la Revolución de Mayo. Y también el mes donde Luci recibiría su primer título universitario.

Después de escucharla, con su voz emocionada, le dije:

—¿Viste, Lu? Tu papá está siempre con vos. Y esta iniciativa, además, te llevará a La Habana. Vos tenés en tus manos un tesoro. La gente podrá tener muchas cosas, pero vos llevás en tu sangre un Tomás Barceló. Ese capital artístico y amoroso será siempre tu mayor fuente de inspiración. Incluso la sensibilidad y el ADN que pulirán el registro de tu propia obra.

Luci sonrió y terminó la conversación, por la celeridad de llegar con lo justo al trabajo.

Guardé el celular dentro de la cartera. Y sonreí, envuelta en esos hilos sutiles, casi imperceptibles, que borran fronteras: los que se enlazan al calor de los recuerdos, con lágrimas que invocan, con proyectos colectivos, con memorias que despiertan…

El resto…, el resto siempre será confiar.

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